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Rafaela María nació en Pedro Abad, un pequeño pueblo de carácter rural, en la provincia de Córdoba, el año 1850. Eran tiempos confusos para España, como los que caracterizan a las encrucijadas históricas; una sociedad agraria, tradicional, chocaba, en medio de revoluciones, con nuevos movimientos de efervescente liberalismo, de naciente tecnología y de abierta confrontación con la Iglesia.  Su familia, de arraigada y activa fe, participaba de los ecos de estos acontecimientos políticos y sociales desde la distancia de su vida provinciana, pero se comprometía solícita con el mundo concreto que la rodeaba, con la gente de Pedro Abad.

 

 

   La Muerte de su Madre

 

La muerte de su madre marcó una nueva etapa en su vida. Se profundizó en ella la experiencia de pertenecer sólo a Dios, y la capacidad de mirar a las personas como Jesús las miró, con un amor capaz de dar la vida por ellas “para que tengan vida, y vida en abundancia” Junto a su hermana, Dolores, tomaron la decisión de dedicarse enteramente a su servicio.

           Construyendo camino, camino de Dios

Con una determinación a toda prueba, destinaron su casa, sus días y noches al cuidado de los enfermos y a atender las necesidades de los más pobres: “Ya bastante tiempo hemos sido servidas. Ya es hora que sirvamos a los demás por Dios”. Esta dedicación es el comienzo de un camino nuevo que Dios les abre inquietándolas siempre a más. Los hermanos mayores, escandalizados con su estilo de vida tan lejano del de las jóvenes de su época, les ponían trabas y prohibiciones. Ellas las sorteaban escapando de noche, por la puerta trasera, para ir en auxilio de quienes necesitaban sus cuidados.

 

                    Forma de Amar...

Lo que experimentaban como su forma de amar a Dios “reparando” la vida de los más pobres, se convirtió en contradicción insostenible y las impulsó a profundizar en sus más íntimos deseos y motivaciones. Se dan cuenta de que tienen que darlo todo de una vez y nuevamente optan por el Evangelio: no van a ser ricas que comparten con los pobres. Ellas quieren ser pobres con los pobres. Y deciden hacerse religiosas

                  Sabiamente ignorante por los caminos de Dios

Un largo peregrinar empiezan entonces. En su deseo de “buscar y hallar la voluntad de Dios” ponen, a disposición del Obispado de Córdoba, sus personas y sus bienes. Y así, dejándose conducir a través de distintas experiencias, de abrirse y de cerrarse puertas, Rafaela María se encontró, sin buscarlo, al frente de una pequeña comunidad de jóvenes convocadas por un nuevo modo de vida religiosa: su fuente, la Eucaristía y el espacio alargado de adoración apostólica; su empeño, el de responder a las necesidades de los tiempos atendiendo a la enseñanza y educación en la fe- tan combatida en esos años- con opción primera en las niñas más pobres; su espiritualidad y modo de vida, el de la espiritualidad ignaciana.

                                            Fidelidad a la voluntad de Dios

 

Pero aún tuvieron muchas peripecias que vivir.

Buscando ser fieles a la vocación recibida de Dios, deciden huir de la diócesis de Córdoba donde el Obispo les quería imponer otra espiritualidad y modo de vida.  Arrostraron no pocos riesgos para conservar ese patrimonio espiritual y las sostuvo la confianza inquebrantable que Rafaela María supo transmitirles. Su propia experiencia de dejarse guiar, de abandonarse en él – “El Señor me quiere como a la niña de sus ojos. Él verá lo que hace de mí; yo, en Él confío”- fundó a Rafaela en esa audaz confianza y animó a sus Hermanas a dejarse conducir, entre aciertos y contradicciones, por Aquel que las enviaba.

Más tarde fueron acogidas en Madrid donde se fundó el Instituto de Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús en abril del año 1877. Rafaela María y su hermana se admiran de ver cómo la mano de Dios, que las ha llevado deshaciendo muchas veces sabios planes proyectados por las personas. Por eso no se sienten fundadoras de nada y les gusta decir que el único fundador es el Corazón de Jesús.

 

Fiel a la llamada de Dios, clarividente y humilde al mismo tiempo, Rafaela María cree en la misión que ha recibido en la Iglesia. Todo lo que emprende, todo lo que lucha o tiene que padecer, se encamina a “poner a Cristo a la adoración de los pueblos”, en el corazón de cada persona, y a “trabajar porque todos lo conozcan y lo amen”

No se cansa de animar a las Hermanas a darle todo el corazón a Dios, a tener grandes deseos, a trabajar sin descanso. Funda colegios, casas de espiritualidad… donde quiera que va, se constituye siempre un foco de anuncio del evangelio.

                                                           

                                             

 

A la mitad de su vida Rafaela Ma. experimenta la marginación dentro de                   su propio Instituto. Ahí también reconoce la mano que la guía desde su juventud. Es la hora del mayor amor:-“Mis sentidos, potencias y afectos de mi corazón no     deben obrar más que en Cristo, por Cristo y para Cristo, para hacerme se¬mejante a Cristo”-. Es la hora de completar su vocación de fundadora, haciéndose fundamento, cimiento, para que la misión encomendada, el edificio que era el Instituto, surgiera fuerte y firme: "Nosotras como las primeras del Instituto, los cimientos, que ni se ven…y no obstante, son los que sostienen el edificio, y cuanto éste más hermoso, los ci¬mientos más hondos…” Acepta disminuir, desaparecer. La humildad y el amor la liberan de todo tipo de amargura y puede afirmar con verdad: Soy por todos estilos la criatura de la dicha, ¡cuánto debo al Señor!. Cuando muere, en 1925, las Esclavas están ya extendidas por varios países, y continuarán después su expansión universal buscando realizar los ideales de la misión que ella recibió para el Instituto en la Iglesia.   Pablo VI la proclamó que su vida es camino de santidad el día 23 de enero de 1977.

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